Carnavales de Villafranca del Campo
Los carnavales de Villafranca del Campo tuvieron su mayor brillantez durante el S. XIX y primer tercio del XX, languideciendo por la prohibición y persecución que se les hizo a raíz de la confrontación fraticida del 36. Aún no siendo autorizados, no lograron evitarlos en su totalidad, manteniéndose durante este periodo, si no en su intensa exteriorización popular, sí en muchas de sus costumbres hogareñas de sentimiento festivo y gastronómico.
Tienen una duración de cuatro días, de sábado a martes de Carnaval, con amplio eco comarcal, no existiendo personajes específicos propios del lugar, si en cambio originalidad y espontaneidad en los disfraces que se elaboran. Liberada su prohibición con la llegada de la democracia, hubo un movimiento popular de retomarlos en toda la brillantez que llegaron a tener, en intento no conseguido plenamente.
En estos días es característico el amasar y freír hojuelas, las meriendas en pandilla, las visitas de los menores a los familiares a pedir "un palmo" de longaniza seca, la medición de su propia mano. Se culminan el último día, martes cuando se sale en carnaval por las calles de la localidad pintando con azulete la cara a todo aquel que no participa en la fiesta con disfraz. El azulete ha sustituido a lo que era grasa de carro con la que se manchaba a la gente. A pesar de lo que pudieran parecer unas pesadas bromas, estas eran recibidas con cierta aceptación.
Entre los disfraces era frecuente el que las mujeres lo hicieran con vestimenta masculina, lo que no era de muy buen agrado para algunos maridos en clara muestra machista. Como anécdota, también nos cuentan que en los grandes bailes de disfraces que tradicionalmente se celebraban todos los días y ante el desconocimiento de quien eran los disfrazados, existían declaraciones inoportunas y a veces amorosas, entre miembros de una misma familia, dándose incluso algún caso de entre padre e hijo.
Se recuerda la actuación en estas fechas de la charanga local que tenía en Facundo Gómez su director, a Juan López con el tambor, Joaquín Hernández con los platillos y el bombo lo llevaba Gabino Hernández. De ellos nos dicen "todos oportunamente disfrazados, actuaban durante los cuatro días las veinticuatro horas"
A parte de los componentes de la charanga y dentro de la general participación popular, son recordados como destacados colaboradores en estos días al Tío Remigio Saz, al dicharachero Santiago Saz, la originalidad de Isabel Ramos o las palometas fritas que repartía por la calle la Tía Luisa Malo en la misma sartén en que las hacía.
Desgraciadamente son ya pocas las personas que conocieron y vivieron esta fiesta antes de la Guerra Civil, y que pueden transmitirnos información sobre los carnavales tradicionales de nuestra zona. Contamos con unos pocos testimonios orales para conocer el Carnaval de Villafranca en profundidad, testimonios que además varían según sea la edad, la memoria y la experiencia vivida por cada uno de los informantes, y que a veces hacen difícil aclarar ciertos aspectos de la fiesta.
Durante la Guerra Civil las actividades festivas del carnaval debieron suspenderse, no en vano en el año 1937 ya se publicó una orden para su prohibición en la zona nacional en el Boletín Oficial del Estado (nº 108), algo que se ratificó en 1940 y se mantuvo durante toda la dictadura. Entre otras causas, parece que el principal motivo aducido fue evitar venganzas y represalias de los habitantes aprovechando la coyuntura del disfraz.
De la antigua fiesta, durante los primeros años de posguerra, se debió mantener el baile y los días como festivos, pero sin llegar a disfrazarse, transformado como en otras zonas en fiestas de invierno. Se debieron realizar varios intentos populares de recuperación, probando a disfrazarse, lo que era amonestado por las autoridades pertinentes, impidiendo el disfraz.
Pasados unos años, se habla del 1950-55, aunque pudo ser antes, se recuperó la fiesta en parte, gracias a un movimiento popular por parte de un grupo de vecinos, entre ellos Vicente Herrero. Parece que esta recuperación dejó un sentimiento de ligera insatisfacción, posiblemente porque el ambiente en general había cambiado y se recordaban con mayor alegría las fiestas precedentes. A pesar de todo, la fiesta vuelve a asimilarse como algo propio de la identidad local, no hay vecino que no diga que los carnavales de Villafranca eran los más afamados de toda la contornada. Esta recuperación se realiza sin la coyuntura de la máscara, aunque las actividades se mantienen, recorrer las calles de la localidad, interpretar los personajes y el baile. Es a partir de entonces cuando se comienza a emplear el azulete el martes de carnaval.
El desarrollo de la fiesta
En origen tenían una duración de tres días, de domingo a martes de Carnaval, siendo uno de los carnavales más afamados y conocidos de entre los pueblos de la redolada, llegando a acudir a Villafranca gente de otras localidades. Era la fiesta más alegre, divertida y deseada de todas las del año, se permitía todo, todos lo llevaban bien, se aguantaban las bromas y nadie se enfadaba: "Las bromas se aguantaban del color que fueran", pero nunca se sobrepasaban con las mujeres, a las que se tenía mucho respeto. Se iniciaba el carnaval el domingo por la mañana temprano. Cuadrillas o personas individuales comenzaban a salir a la plaza. Los recuerdos más antiguos hablan del acompañamiento de una especie de charanga local en la que tres personajes portaban un tambor, un bombo y unos platillos. Junto a ellos desfilaba otro personaje vestido con un mono de varios colores y con algunos trapos al que denominaban "El Payaso", en realidad era el director de la banda. La gente les acompañaba acudiendo a la cantina en primer lugar y recorriendo las calles del pueblo. Esta charanga local, con Facundo Gómez de director, Juan López con el tambor, Joaquín Hernández con los platillos y el bombo llevado por Gabino Hernández, actuaba "durante los tres días las veinticuatro horas". Habitual debía ser el uso de carros, galeras o ya más tarde remolques, tirados por caballerías y que permitían ir de calle en calle y de plaza en plaza.
Algunos colaboradores destacados fueron el Tío Remigio Saz, al dicharachero Santiago Saz, la original de Isabel Ramos o las palometas fritas que repartía por la calle la Tía Luisa Malo en la misma sartén en que las hacía. Parece que el desarrollo de la fiesta consistía en dar varias vueltas al pueblo con el disfraz, tapado, sin hablar e interpretando las funciones del personaje elegido. Tras varias vueltas al final se terminaba por quitarse la máscara y descubrir quién era. Todos los días eran bastante parecidos, siendo el martes el "más gordo". La gente del pueblo, chicos, chicas y personal de todas las edades, salía disfrazada recorriendo las calles, plazas y casas del pueblo, actuando a su libre albedrío, sin que nadie pudiera decirles nada. Por la tarde había baile y los mozos solían quedarse de ronda hasta altas horas de la madrugada. Algunos mozos no volvían a casa hasta el miércoles, dormían donde les pillaba, en la pajera o en las cuadras de la casa. Se recuerda que era frecuente tanto antes de la guerra como después el entrar a viviendas con cierta confianza y quedarse a comer en ellas, bien siendo invitados o bien sin serlo. Incluso se comenta que cuando se usaban máscaras podía incluso llevarse el puchero de la comida sin saber en ese momento quién era. El punto final de la fiesta lo pondría el “Entierro de la Sardina”, consistente en la representación de un entierro tradicional donde un personaje vestido de cura era acompañado por los demás, cantaban "el entierro", unos cantos en latín que se hacían también en los entierros normales, en el patio de la iglesia con el difunto de cuerpo presente. Este cortejo fúnebre hacía una parada en la calle para enterrar unas sardinas rancias en el suelo, que los chicos buscaban, escarbando en la tierra, para descubrir que sólo habían metido la cabeza.
Los personajes
Antes de la prohibición, se recuerdan las máscaras como los personajes más habituales, empleadas como sinónimo de disfraz. Iban vestidos con ropajes viejos, que se conservaban de antaño y que ya no servían. Se rebuscaban arcones y baúles: sayas, chambras, pañuelos, camisas..., incluso algunos se hacían trajes a propósito. El personaje debía ir habitualmente con la cara tapada, bien con una careta o con una tela o paño semitransparente que les permitía ver, pero no ser vistos. En ocasiones se hacían cucuruchos de papel o se ponían sombreros. Llevaban guantes para que no se les conociera en las manos si eran mujeres u hombres. Los chicos llevaban unos cinturones con campanillas. El martes de carnaval, estos jóvenes, iban pintando las caras de la gente que se iban encontrando en el camino por las calles de la localidad con una pelleta untada en grasa de carro. Estos disfraces parecen tener mucha relación con los recuperados personajes de la cercana localidad de Torrelacarcel, donde también hablan de la costumbre de manchar las caras con la pelleta ennegrecida en los culos de las sartenes.
La azuletada
La mañana del martes de carnaval los niños y adolescentes recorren las calles de la localidad cargados de una caja de azulete, pintando con la mano a todo aquel que se cruzan en su camino. La costumbre de pintar con azulete las caras vino después de la guerra y era heredera de esta tradición de untar con la pelleta con grasa. El azulete es un polvo azul de venta comercial empleado principalmente para pintar fachadas o umbrales de puertas y ventanas, así como para blanquear la ropa. Este producto debía ser relativamente fácil de conseguir y barato, con lo que conseguía sin duda el efecto deseado de manchar mucho y rápido.
La azuletada arraigó fuertemente en la localidad desde su recuperación, asumiéndose como algo propio que fue permitido durante la época de la prohibición. Se recuerda que todo aquel que pasase por Villafranca ese día se iba manchado de azulete, incluyendo incluso a los agentes de la Guardia Civil. Se recuerda como los mozos saltaban por aquellos balcones que encontraban abiertos y en los que solía vivir alguna joven. En alguna ocasión a finales de la década de los 80 cuadrillas de mozos llegaron a tomar el autobús hasta Monreal y manchar a algunas personas en el vecino pueblo. Hoy en día este acto es acompañado con otros organizados por la Comisión de Festejos de la localidad, entre los que destacan desfiles y concursos de disfraces para pequeños y mayores o sesiones de baile hasta la madrugada. Se mantiene la denominada "azuletada", protagonizada básicamente por la chavalada del pueblo, trasladada al sábado más próximo al martes de carnaval, aunque sin el ímpetu de años pasados. Esta tradición parece tener paralelismos con otros carnavales como el de Escorihuela en Teruel, el de Campo, en Huesca, o el de Cintruénigo en Navarra, y quizás también con otras fiestas populares como las celebradas en las pedanías de La Algaida y Cabezo de las Torres en Murcia.
Principales anécdotas recordadas
Entre los disfraces era frecuente el que las mujeres lo hicieran con vestimenta masculina, lo que no era de muy buen agrado para algunos maridos. También era muy frecuente que los hombres se disfrazaran de mujeres. De este modo evitaban el reconocimiento público y estaba permitido hacer de todo. Como anécdota, también nos cuentan que en los grandes bailes de disfraces que tradicionalmente se celebraban todos los días y ante el desconocimiento de quien eran los disfrazados, existían declaraciones inoportunas, a veces incluso amorosas, entre miembros de una misma familia, dándose incluso algún caso de llegar a darse entre un padre y su hijo. Otro disfraz que se recuerda en esta inversión de papeles era el de dos mujeres labrando con un macho, una en la esteba y otra llevando la caballería, en vez de ser hombres. El martes de carnaval, fue frecuente durante un tiempo que con la comparsa saliera un personaje quien, a cara descubierta, leía y narraba todos los hechos acontecidos durante el año: chascarrillos, anécdotas, sucesos varios, amonestaciones públicas... eso sí, sin decir los nombres de los protagonistas, aunque todos sabían de quien se trataba. Algunos disfraces particulares que la gente recuerda como más memorables son: San José y la Virgen con un burro y el niño; dos hombres con un orinal en el que llevaban chocolate con trozos de morcilla y que daban a mojar a la gente.
Otro muy peculiar que se recuerda es un carro con caballería, todo tapado con sabanas y mantas de tal modo que no se veía nada de lo que llevaban en la carroza, excepto por la parte trasera que dejaban un orificio circular por donde invitaban a la gente a asomarse y contemplar las maravillas que llevaban dentro; conduciéndola iba un personaje que anunciaba lo que llevaban: "aquí hay revistas, calandarios,...el que quiera que pase a verlas"; cuando se acercaba alguien le anunciaba al que estaba dentro : "Que viene un hombre" o "Que viene una mujer a ver la revista" y cuando era mujer al acercarse esta a la parte trasera del carro y asomarse por el agujero aparecía un hombre desnudo. En otra ocasión salió un hombre desnudo con careta corriendo por las calles con un pernil en las costillas. La gente al verlo comenzó a correr y gritar: "a por él, a por él", hasta que se vio acorralado y se tiró a una balsa, donde se quitó la máscara y ya le dejaron en paz (si le hubieran cogido con la careta puesta le hubieran quitado el pernil, se lo hubieran comido y no hubiera pasado nada) Otra vez una procesión con un cajón de muertos pintado de negro portando por cuatro hombres con mascaras desfilando por el pueblo y en el interior otro hombre que hacía de muerto.
Lo más habitual que se recuerda como algo típico de esos días era el consumo de hojuelas, un dulce realizado en casa con masa tipo torta que se freía y se rebozaba en abundante azúcar. Se realizaban para consumo familiar y para ofrecer a la gente, hablando incluso de cestas llenas de ellas. También era frecuente durante esos días el realizar comidas por cuadrillas de amigos en la vivienda de uno de ellos, alternando el lugar. También era habitual que los matrimonios con hijos se juntasen para comer. Una comida habitual consistían en limpiar una tripa de cordero, para rellenarla con chorizo y otras viandas, llevándolo al horno a cocer. Recuerdan que aquello “estaba buenísimo”. Pero quizá lo más sorprendente era la costumbre de comer en viviendas ajenas, siempre con cierta confianza, quedándose a comer allí donde les venía bien. Dentro del entorno familiar debía ser frecuente uno de estos días (sin ser el jueves) el comer el palmo de longaniza con dos huevos fritos. A todo esto hay que añadir que el porrón de vino siempre estaba preparado en la mesa de cualquier casa, “había mucho vino en Villafranca”.
INFORMANTES: -Vicente Herrero Martinez (Villafranca 1917) - Antonio Ramos Corral (Villafranca 1921) - Josefina Navarro Saz (Villafranca 1932) - Ana María Domingo Valero (Villafranca 1949)
Bibliografía
Edo Hernández, Pilar; Rubio Martín, Mercedes; Martín Domingo, Francisco (2013): "El Carnaval de Villafranca del Campo. Evolución de una fiesta tradicional", en Cuadernos del Baile de San Roque, nº 28, p. 87-98. Texto completo: [1]