Leyenda de la torre de Zoma (Daroca)

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Se trata de una leyenda recogida por el padre José Beltrán, escolapio, gran literato y poeta, en el libro "TRADICIONES Y LEYENDAS", que fue publicada en 1929.

Argumento

Zoma fue uno de los primeros gobernadores árabes de Daroca y su territorio. Este caudillo mandó levantar varios torreones en el monte llamado hoy de San Jorge, reforzando el recinto amurallado de Daroca, y construyó un fuerte lienzo mural, que se extendía desde el muro del Jaque hasta la cumbre del monte de San Cristóbal, donde mandó edificar una mezquita con una bellísima torre, a donde subía para celebrar sus falsos ritos, y fue llamada la torre de Zoma.

Después de la reconquista, los cristianos conservaron esta torre para llamar con las campanas al católico pueblo. Más tarde, en su lugar se levantó otro muro de más sólida construcción con una capilla denominada de San Cristóbal.

La tradición ha embellecido esta poética torre con un interesante episodio, digno de ser conservado como una página de oro de la historia. Lo referiremos, tal como lo hemos oído, para salaz de los lectores.

I

Era una tarde. El sol declinaba, el crepúsculo se envolvía en su velo de encajes de sombras y de luces, la luna se alzaba majestuosamente en un cielo de zafir, los centinelas subían a las almenas del castillo; la voz del muezín, llamando a la oración desde las mezquitas, resonaba lenta y sonora; los adoradores de Mahoma, envueltos en sus albornoces, cruzaban con paso vacilante las empinadas y tortuosas calles con dirección al templo del Profeta; el rumor del día se apagaba, y sólo de vez en cuando el silencio era interrumpido por los ladridos de algún perro o por el relincho de algún caballo.

Un árabe de gallardo porte, ojos grandes, negro cabello y sedosa barba, con blanco turbante, lujoso manto y colgada del cinto preciosa cimitarra con pomo de plata y nacarinas labores, cruzaba en aquella hora la calle de la Gragera hacia la mezquita, que estaba en los altos de Valcaliente, donde hoy se halla la iglesia de San Valero. Su traje y aire noble y distinguido revelaban que aquel personaje no podía ser otro que el poderoso Zoma.

Iba solo; al revolver de una esquina vio pasar a su lado una joven que llevaba una ánfora debajo del brazo; ambos se cruzaron una mirada, y sin decirse nada prosiguieron su camino. Pero Zoma, que tenía la impetuosidad de los hijos del desierto y la arrebatadora imaginación de los orientales, sintió un estremecimiento, una emoción viva, honda, cuando de improviso se encontró con aquella joven, que le pareció una hada del oriente, una hurí del Profeta.

Tan pronto como llegó a la mezquita y se puso a hacer su oración, la imagen de aquella beldad se la representaba su fantasía con una perfección atrayente y encantadora. Aquel rostro sin velo, ovalado, blanco como la nieve; aquellas cejas arqueadas, negras y sedosas; aquellos párpados de nácar poblados de finísimas hebras; aquellas pupilas luminosas y trémulas, como estrellas en medio de la oscuridad del firmamento; aquellas manos pulcras y menudas; aquel andar corto y gracioso, todo, todo, basta los más insignificantes detalles veía en su imaginación, mientras, retirado en un rincón de la mezquita, permanecía con los ojos cerrados, el rostro melancólico, soñoliento y sordo a la voz del santón que explicaba algunos pasajes del Corán.

Muchos lo miraban, y en voz baja se preguntaban: ¿Cómo será que el walí no ocupa hoy el Sitio de preferencia, y retirado en un rincón parece que está melancólico y pensativo?

Abstraído en sus imaginaciones, no se dio cuenta de nada basta que el ruido de los pasos de los fieles musulmanes, que se marchaban a sus casas, terminada la oración, le vino a sacar de aquel ensimismamiento. Levantóse del sitio donde estaba sentado, cubrióse con su albornoz y se marchó a su morada. Era ésta una casa magnífica, situada en la hoy llamada plaza de Santo Domingo. El patio, separado del zaguán por una verja de hierro y embellecido por un surtidor y dos magnolias, daba acceso a las habitaciones interiores por una escalinata de vistosos azulejos.

Tan pronto como llegó a su retiro, reclinándose sobre un blando diván de seda, se quedó dormido.

II

Al día siguiente, cuando el santón Abu-Amer subía a la mezquita para hacer la oración de la mañana, Zoma salió a su encuentro, y entablaron este diálogo:

--¡Alá es grande! --dijo el santón.

--¡Alá sea contigo! --respondió Zoma--. Hablar quisiera contigo, ¡oh siervo del Profeta!

--Ya podéis comenzar, que vuestro fiel servidor se complace en escucharos.

--Voy a contarte un sueño maravilloso que he tenido esta noche. Hice promesa de edificar una mezquita con una torre de encajes, a la cual no igualara ninguna de las cinco torres que embellecen la pintoresca Diarkebin, si Mahoma me concediera la dicha de encontrar una mujer hermosa como las huríes que habitan en el séptimo edén. Y anoche, cuando yo acudía a la oración vespertina, vi pasar a mi lado una beldad, y os aseguro que no he visto hermosura mas aérea, más gentil ni más encantadora. Era leve como un sueño de alegrías, pura como un lirio coronado de rocío, modesta y sencilla como una flor de los valles de la Arabia, con dos párpados de nácar que dan sombra a dos soles que robaron la libertad de mi alma y enloquecieron mis sentidos.

Y esta noche he soñado que el ángel Azrael la ha traído a mi presencia, y ella se ha conmovido al verme, y lágrimas de emoción rodaban por sus mejillas, como perlas que no tienen precio. He sido feliz y he soñado que Alá me bendecía, porque mi nombre era amado y respetado de cristianos y judios; y en el colmo de mi gloria he visto sobre la cumbre de ese monte misterioso, genios del arte, que construían una pequeña, pero hermosísima mezquita; y al peregrino conjuro de sus encantos alzábase la fantástica torre de encajes con sus arcos de herradura elegantes y delgadas columnitas, dobles ajimeces sostenidos por parte luces esbeltísimas, frechinas de triples hileras de bovedillas apiñadas con primorosas cenefas, arcos trazados por líneas caprichosamente combinadas y alizares de azulejos brillantes de vistosísimos colores; y yo subía todas las tardes con mi amada, y en la hermosa torre hacíamos juntos la oración vespertina, y mi gloria y mi dicha no eran igualadas por la dicha y la gloria de ningún mortal.

--Permitidme, señor, que os haga una pregunta --dijo Abu-Amer--: ¿Y esa joven de quien habláis, es mora o nazarena?

--Ah, no sé. No lleva velo, y por el traje que ostenta parece ser nazarena.

--¿Cómo, pues, podéis vos uniros a una nazarena, siendo fiel servidor del Profeta?

--Yo la haré mahometana, y será mi favorita; pero antes es preciso que yo cumpla mi promesa. Hoy mismo daré principio, y luego que la torre se haya terminado, vos anunciaréis desde sus almenas la oración santa.

--Si así es, alabado sea Alá; yo mismo os ayudaré para que cuanto antes se realicen vuestros ensueños.

Pasado algún tiempo, una pintoresca mezquita con una bellísima torre se alzaba sobre la empinada cumbre del monte.

III

Todas las tardes y a la misma hora encontraba Zoma a la dama de sus pensamientos, cada vez mas hermosa, con esa hermosura peregrina con que la religión del Crucificado realza a las mujeres cristianas. Al mismo tiempo que aquella mujer le atraía como si fuera un misterioso imán, su recato, su modestia, la virtud que de todo su ser parece que fluía, como un aire divino, le impedían acercarse a ella para declararle su pasión arrebatadora.

Aquella joven, por su parte, sentía también una secreta inclinación hacia el gallardo y poderoso moro. Su pensamiento estaba siempre fijo en él, y cuando se oía la voz del muezín, tomaba presurosa su ánfora y corría al lugar por donde había de pasar el hombre que embargaba su corazón. Pero la religión, el rango, la educación y costumbres del musulmán le infundían cierto horror secreto y le hacían a veces perder toda esperanza. Por esto, la doncella cristiana, la de la anforita de la fuente, la del traje negro, a quien Zoma llamaba Beckr-Halima, la virgen mansa, estaba triste y no podía remediar su tristeza.

Los fervientes cristianos de aquellos tiempos tenían la costumbre de que cuando oían al muezín llamar a los musulmanes desde los minaretes de sus mezquitas, exclamaban en voz alta y santiguándose: «Líbranos, Señor, de oír lo malo». Pero muchos llevaban su indignación hasta proferir imprecaciones contra Mahoma, lo que constituía, según los preceptos coránicos, un delito que se debía castigar con pena de muerte, por lo que a veces se originaban tumultos populares.

Sucedió, pues, que una tarde el santón Abu-Amer subió al minarete y entonó como siempre el cántico, cuya letra decía: «¡Dios altísimo! Yo testifico que no hay otro Dios más que Dios. Yo testifico que Mahoma es el Profeta de Dios. Venid a la oración, venid al templo de salvación». Y como un joven cristiano prorrumpiera en maldiciones contra el santón y contra Mahoma, un alwacil, llamado Isa, lo denunció y lo presentó a Zoma, quien mandó encerrarlo en prisiones, mientras se reunían los cadíes o magistrados para decretar su sentencia de muerte.

Pronto corrió la noticia por toda la población. Los cristianos se lamentaban del triste suceso. Los parientes y amigos del desdichado joven se juntaban en corrillos y comentaban el hecho calurosamente. Quien proponía asaltar aquella misma noche la prisión y sacarlo a viva fuerza; quien aconsejaba calma y prudencia; quien decía que lo más conveniente seña esperar la sentencia, y si lo condenaban a muerte, sublevar a todo el pueblo cristiano contra el santón y contra los cadíes.

IV

Antes de que rayara el alba del siguiente día, una joven enlutada, con los ojos llorosos y la voz trémula, llamaba en la puerta de la morada de Zoma. Un negro salió a recibirla, preguntándole qué deseaba. --Hablar con el walí --contestó la joven--. El negro se retiró, y presentándose a Zoma, le dijo: --Señor, una joven desea hablaros. --¿Quién es? --repuso el walí--. --Una nazarena.

Zoma, entonces, pensando si podía ser la dama de sus pensamientos, pasándose la mano por la frente, prorrumpió lleno de emoción: --¿Cómo va vestida? --De negro --contestó el esclavo--. --Dile que entre --dijo Zoma.

Este se paseaba por la habitación trémulo, inquieto, cuando María, así se llamaba la joven, penetró en la estancia.

Estaba hermosísima. La palidez y el dolor, el amor y la esperanza luchaban por darle su más bella expresión. Sus miradas eran como la luz del sol en medio de pasajera lluvia; la sonrisa de su amor, mezclada con lágrimas, era como el iris que forma el sol en el seno de una nube; esta sonrisa espiritual, que jugueteaba en torno de sus labios núbiles, parecía no tener conocimiento de las lágrimas que se balanceaban en sus párpados y resbalaban por sus mejillas como perlas diamantinas.

El walí, al verla, exclamó: --¡Grande Alá! Yo te bendigo por haberme traído esta gloria de las almasfi esta hurí del paraíso. Niña del velo negro, ¿por qué lloras? No llores, Beckr-Halima.

Los labios de María se abrieron como dos pétalos, y dijo:

--Señor, vengo a pediros una gracia.

--Pide por esos labios cuanto quieras, que todo te será concedido.

--Señor, que concedáis la libertad a mi hermano.

--¿De tu hermano?

--¡Ay, señor! Mi hermano maldijo al santón y a Mahoma, vuestro Profeta, y vos lo tenéis en oscura prisión para condenarlo a muerte. ¡Ah, señor! Por el alma de vuestro padre, por el ser que más queráis en este mundo, tened piedad de mi hermano y no le condenéis a muerte.

--Sólo por ti, Beckr-Halima, por ti, que eres la luz de mis ojos, la hurí que he soñado, el ser para mí más querido de este mundo, yo libraré a tu hermano de la muerte, si tú quieres ser mi sultana favorita.

María, al oír esta proposición, desesperada y con amargo dolor, exclamó: --¡Oh, hermana mío, mi querido hermano, no hay salvación para ti! ¿Cómo?... ¡Yo sultana!. ¡Yo, afrenta de las mujeres cristianas!... ¡Oh, no! ¡Eso no!

--Pues no hay perdón --dijo el walí indignado--. ¡Y creí que me amaba como yo la amo!

--Señor, yo seré vuestra esposa si os hacéis cristiano --dijo Maña.

--¿Yo renegar de Mahoma? ¿Yo renunciar a mi nombre, a mi fama y a mi gloria? ¡Nunca, jamás! Beckr-Halima, adoradora del Nazareno, Si tu purísimo labio profiriera una vez esta frase: «Dios es Dios y Mahoma su Profeta», tu hermano fuera puesto en libertad, y tú serías la reina de la torre de encajes, gozarías mis caricias, ornarías tu cuello con collares de perlas y vestirías aljuba de seda y oro con bellísimas labores, leves chales de Cachemira con canesinas del Yemen para tus galas, con versos del Corán en ellas esculpidos, y calzarías babuchas guarnecidas de zafiros y amatistas, que darían realce a tu lindo pie de nácar.

--¡Ah, señor! Si vos fuerais regenerado con las aguas del bautismo, seríais para mí más hermoso que el ángel de Tobías, y ambos, ante las aras de Jesús Nazareno, haríamos nuestra oración, y los ángeles envidiarían nuestro amor y nuestra felicidad.

--¡Oh! Márchate de aquí; no seas sirena que fascina y enloquece.

--¡Dios mío, Dios mío! ¡Yo creía que me amaba, pero qué desengaño! Su corazón es duro y no conoce la compasión, ni comprende el amor.

Señor, no seáis duro y cruel; tened compasión de mi hermano, y el cielo la tendrá de vos.

--No hay compasión.

--¡Virgen santa! ¿De qué loba habrá mamado? Poderoso walí, yo os amaré como si fuera vuestra hermana, como se ama a la tierra que nos vio nacer, como al beso de mi madre, como a la estrella de mi esperanza, si libráis de la muerte a mi querido hermano.

--Sed, pues, la favorita de mi harén.

--¡Oh! ¿Yo mancillar mi honor? ¡Eso nunca! Yo os amaré, yo os amo con delirio, pero la virtud me manda sofocar este secreto y ardiente amor dentro de mi pecho; yo sofocaré este amor, pero moriré de tristeza. Mi hermano morirá en la flor de su vida, pero yo también volaré con él al cielo, donde viviremos juntos y siempre dichosos. Adiós, ¡oh walí de duro corazón! --dijo, derramando lágrimas santas de sus ojos, llenos de majestad; y se arrancó de allí para deshacerse a solas en llanto.

Mas, cuando bajaba por marmórea escalinata, Zoma, no pudiendo resistir la fuerza de aquel llanto, la llamó y le dijo:

--Beckr-Halima, no llores; tu hermano será salvo.

Al oír estas palabras y el tono cariñoso con que Zoma las pronunciara, fue tan honda la emoción de amor y agradecimiento que sintió hacia su secreto amante, que la palabra «Gracias» se le quedó en la garganta, y cayó desmayada en los brazos de Zoma.

V

Aquella misma tarde, el hermano de María fue puesto en libertad. Y cuentan que desde aquel día, María frecuentaba la morada de Zoma, y era fama, que corría por todas partes, que el poderoso walí, convertido secretamente al cristianismo, se desposó con la bella nazarena, a quien él mismo dio el nombre de Beckr-Halima Manen, la Virgen mansa María.

Enlaces externos

Bibliografía

  • Beltrán Roche, José (1929): Tradiciones y leyendas de Daroca: premiadas en los juegos florales de Soria. Zaragoza, Imprenta del Hospicio Provincial.